lunes, 23 de mayo de 2022

La Iglesia


La Iglesia  nunca ha querido gentes que piensen, si no que sientan. A los que pensaban, en otros tiempos, los sometían a tormento y los lanzaban a la hoguera. A los que hoy discrepan, se  les margina y reduce al silencio, como ha sucedido con los teólogos de la liberación suramericana, o se les hace la vida imposible hasta que se acaban marchando para fundar otra iglesia, como ha sucedido con las sagas protestantes, o se pasan al agnosticismo cansados de ver lo que han visto dentro de la casa. Lo mismo le pasa al Islam, solo que con trescientos años de retraso. 
Jesús  escogió sus apóstoles entre la gente más  pobre e inculta,  los pescadores, donde las ideas sencillas podían prender más facilmente en esas gentes. Así que no es verdad que los quisiera humildes, como suele decirse, sino más bien ignorantes. En este sentido el  Nazareno no actuaba como el hijo de Dios que todo lo puede, sino como el líder populista de un partido, donde nadie le podía hacer sombra.
Por esa ignorancia consagrada, la Iglesia se puede  seguir manteniendo dos mil años después de su fundación, como una estructura jerárquica medieval, como un partido donde solo existen fieles de una fidelidad absoluta, donde la opinión del individuo no se tiene en cuenta, porque no es necesaria, porque la democracia, ese viejo invento de los gentiles, le es totalmente ajena a la institución. Muchos se preguntan, cómo siendo un organismo tan anquilosado y  retrógrado, se puede seguir manteniendo en unos tiempos como estos, donde el pensamiento, la información y las costumbres se han difundido universalmente. La respuesta es evidente, porque tiene el monopolio del perdón, con el que se obtiene el billete en el jet de la salvación y ofrece a los que aquí abajo no tienen nada, la esperanza de una parcelita con un chaletito adosado y sin hipoteca bancaria para toda la eternidad en un renovado Jardín del Edén, donde el gozo, la paz y la felicidad serán infinitas y eternas. El mayor placer, dicen en su publicidad, será estar ante la presencia de Dios, algo por otra parte, bastante  inconcreto, etéreo y no demasiado atractivo, para un hombre habitante de un mundo dominado por realidades tangibles.
Los islamitas, conscientes de esta inconcreción cristiana, incrementan la oferta. Mantienen  lo de la vida inmortal, feliz, sin dolor, miedo o vergüenza, pero suman la satisfacción sin límite  de los deseos, asegurando que todos serán de la misma edad y de la misma estatura (con lo que los bajitos abandonarán los complejos que han tenido en su vida). Su vida estará llena de venturas incluyendo trajes lujosos, joyas y perfumes, participando en banquetes exquisitos que, incluirán diversas carnes y vinos aromáticos, servidos en vajillas sin precio por jóvenes inmortales y descansando en divanes adornados con oro y piedras preciosas. Allí se regocijarán con la compañía de sus padres, esposos, e hijos (si se han salvado, claro está) conversando y recordando el pasado y acompañados por las huríes, de una belleza exuberante (una especie de clones siempre dispuestas al sexo, sin reglas  ni dolores de cabeza) con las que compartirán unas alegrías carnales  cien veces superiores a las que conocieron en la tierra con sus parientas. Un día en el paraíso será como mil días en la tierra. En fin, un paraíso que, solo podía haberse soñado, desde un oasis del desierto.
Obviamente la oferta entre Paraísos cristiano e islamita, no admite comparación. El Paraíso cristiano, plagado de monjas con verruga, curas gordos sin afeitar  y ángeles sin sexo, poco tiene que hacer, ante la visión de un lugar de una exuberancia y sensualismo oriental sin límites, donde se ofrece  hacer el amor, comer, beber en exceso y echarse a la bartola con el dulce sopor a la sombra de un árbol frondoso, a la espera de que unas señora estupendas, ligeras de ropa, vengan cariñosamente a despertarte a media tarde para volver a  hacerte feliz, con un jugo de frutas frescas.  Así se entiende que, los Reyes Católicos no consiguieran cristianizar a los musulmanes derrotados en Granada si no era a palos, y que estos aceptaran marcharse abandonando todos sus bienes materiales, antes de renunciar a una fe que les prometía el chollo de la Yanna. Así se entiende que, dejarse matar por Alá con un cinturón de bombas, sea mucho más rentable que hacerlo por el Dios cristiano, comido por los leones en un circo romano. Lo sorprendente es que, los dirigentes de los estados cristianos de occidente, después de tantos siglos, sigan sin entenderlo. Desde luego, yo, si fuera creyente, puesto a escoger, sería musulmán.
Desde Pablo hasta la conquista  americana por los castellanos, la cuestión de cristianizar a  gentiles, paganos e infieles,  ha sido más un asunto de incrementar el poder de la Iglesia imperial ante el resto de otras opciones religiosas (y también ante otros pueblos en su dimensión de poder terrenal) que de llevar el mensaje de salvación a las masas huérfanas de la palabra verdadera. En este sentido, tanto la iglesia cristiana como la islamita, han tenido (a diferencia de la judaica que se orientaba exclusivamente hacia el interior del pueblo elegido) una voluntad de dominio que, en el caso cristiano, ha dejado un sello indeleble de auto superioridad, en la cultura política y racial de occidente.
 Pero el cristianismo, al igual que el Islam, lleva también la marca intransigente y fundamentalista de la secta, que como todas las sectas, tiende a multiplicarse una y otra vez hasta disolverse en una sopa de sectas. Esta fragmentación o disolución  hasta el infinito, a que están condenadas las grandes religiosas monoteístas, va acompañada en su crisis permanente con el desarrollo imparable desde el Renacimiento, de lo que pudiéramos llamar el hombre científico. Porque el hombre no puede renunciar, a pesar de las barreras de la religión,  a ser un ente pensante, que en base a la experiencia se cuestiona el sentido de la vida, lo que en cualquier caso le es propio a su naturaleza. 
Antes las religiones del libro eran un mundo de verdades incuestionables, que la ciencia y el pensamiento del hombre fue reduciendo y constriñendo al mundo de las creencias, al mundo mágico de lo todavía desconocido e inexplicable. La Biblias, judía, cristiana o protestante, cuentan historias míticas, que desde la experiencia científica nunca sucedieron. Su explicación ha pasado del mundo de las verdades  incuestionables al mundo de lo simbólico. Solo las sectas evangélicas siguen leyendo el libro sagrado literalmente, interpretándolo a pies juntillas, como si se trataran de hechos reales incuestionables, escritos por el dedo de Dios. Claro está que, los evangélicos (especialmente los yanquis) desde el valor absoluto de las creencias, son capaces de negar hasta lo más evidente. Así la lectura y la interpretación libre de la Biblia (que Lutero consiguió arrancar de los traductores católicos oficiales) la han convertido los evangélicos en un nuevo código interpretativo literal, más dogmático si cabe que el de los católicos.
El hombre, es un ser racional que todavía no ha superado los viejos atavismos de cuando inicio el camino de su hominización. Atavismos de su herencia irracional de animal, de sus miedos, todavía soñados, de cuando cazaba y era cazado, de cuando luchaba por su vida por su supervivencia, por su alimento a lo que se dedicaba prácticamente todas las horas del día, sin apenas dejar lugar ni tiempo para otras actividades. Así, el pensamiento simbólico, la religión, la magia e incluso el arte, son las respuestas del hombre al mundo de lo inexplicable. El camino de la humanidad ha sido el de ir ganando parcelas de luz a ese mudo de oscuridad, depurando las herencias atávicas del lenguaje, contrastando las creencias con los hechos y desarrollando una tormenta interior de ideas. Las doctrinas religiosas han sido una rémora, una inercia negativa en este camino y las instituciones  y las jerarquías religiosas, el mayor impedimento para el desarrollo del entendimiento del mundo.
Los antiguos dioses clásicos no tenían intermediarios entre ellos y los hombres. Su dialogo era tan directo que hasta ligaban entre ellos, hacían el amor y tenían hijos en común. Obviamente con un dios o una diosa con la que se acaba en la cama, la comunicación es más fácil que con un dios al que no se le ve, te habla desde una zarza ardiendo o se oculta tímidamente tras de una roca. Por eso el hombre en la medida en que se humanizaba y hacía crecer su pensamiento, relativizaba las distancias con aquellos dioses, haciéndose más libre. Pero cuando los dioses se institucionalizaron la cosa democrática se jodió. Fue con el emperador Constantino, hábil político que, para mantener su trono a salvo, no vio otro camino que proclamar que había visto unas luces en el cielo al grito de: ¡milagro…milagro! Así acabó por meter por decreto a todo el imperio en el seno del partido cristiano, convirtiendo a este en la religión oficial del estado. Por fin, el sueño político de Pablo se cumplía, y la iglesia perseguida de los primeros siglos, paso a convertirse en perseguidora e inquisidora. Y en ello sigue, cubriendo la tierra en su nombre, de sangre sudor y lágrimas.
 Fue así como se dominó, se encarceló y se sometió el pensamiento libre, al poder político y religioso del estado, y a la interpretación canónica de las ideas oficiales del libro sagrado. La realidad del mundo se plegó a la ideología religiosa cristiana, a su esquema de pensamiento e  interpretación del mundo, retrasando el desarrollo de la humanidad en cientos de años.
Y con ello nacieron los intermediarios entre el nuevo dios único y los hombres, instaurándose una nueva casta sacerdotal para leer e interpretar y trasmitir a las masas ignorantes e iletradas el mensaje del profeta. Con ellos se instauro un nuevo poder que, condicionaría y limitaría por siglos los anhelos de libertad de los hombres que habían impulsado las ideas del viejo mundo clásico.
Durante  siglos, el monopolio de la interpretación del libro y de su mensaje estuvo acompañado del control en exclusiva de su medio de transmisión, el latín, manteniendo en la total ignorancia a los fieles que, se limitaban a participar como estatuas de sal en los actos que los hechiceros cristianos celebraban, con unos ritos complejos e inexplicables ante un altar donde se entronizaba el mismísimo Dios. Las masas ignorantes, sin acertar a ver nada, asistían pasivas ante el milagro de lo inexplicable, deslumbradas ante el inmenso boato del barroquismo cristiano, con la esperanza de alcanzar la vida eterna les prometían. Y eso ha sido así hasta hace bien poco.  En mi adolescencia todas las misas eran en latín, y por descontado, ni yo, ni mis vecinos, entendíamos nada. La misa era para mí, puro rito, pura forma. Los asistentes a lo más que llegábamos era a decir “amén” y “ora pro nobis”, frases, que por cierto, yo no supe lo que significaban hasta que tuve quince años, bien es verdad que  por aquel entonces, yo era un adolescente poco espabilado. Y lo sorprendente  era que, encima pagábamos por aquel teatro aburrido que, se repetía siempre igual domingo tras domingo. Y también pagábamos por casarnos, por bautizarnos y cuando moríamos, por el pasaje, con el que alguna Iberia divina nos llevaría al cielo.
Pablo secuestró el mensaje del Nazareno, y sus sucesores lo embalsamaron durante siglos, manteniéndolo en una oscuridad, donde las masas de fieles no podían acceder a su conocimiento. Los padres de la iglesia lo guardaron celosamente, para ponernos  a salvo de equivocas interpretaciones. Lo hacían por nuestro bien. Eran buenos padres que  protegían a sus amados hijos de las artimañas del diablo. El primero en romper con aquel estado de cosas oscurantista fue Lutero, que tradujo el libro a las lenguas populares, librando el texto sagrado de los interpretadores oficiales, aunque a decir verdad, muchos de sus seguidores, se fueron al otro extremo volviendo a convertir la lectura del libro en una disciplina literalista que, solo estaba a la altura de nuevos pastores. Pero aunque liberó la interpretación bíblica de los intermediarios, Lutero siguió manteniendo la creencia fundamentalista por encima de la razón, hasta el punto de hacer de la salvación, no una derivación del buen comportamiento del hombre en la tierra, como era la doctrina cristiana e islamita tradicional. El monje agustino, argumentando que, con la venida del Cristo redentor, todos los pecados, pasados presentes y futuros habían sido perdonados, concluyó que ya no cabía hacer oposiciones al cielo, pues era el mismísimo Dios el que escogía quién se salvaba y quién no. Era la doctrina de la predestinación, según la cual,  no se sabe cómo ni porque, un hijo de mala madre podía ir al cielo y un  buen padre de familia al infierno. ¿Qué criterio empleaba Dios para escoger a unos y a otros?...Ni puta idea. Por eso dice Weber que Lutero abrió la puerta de la salvación para el capitalismo, el enriquecimiento ilícito y los bombardeos americanos en Vietnam (esto último lo añado yo) haciendo que incluso la riqueza, sea una muestra de beneplácito de Dios para con sus elegidos. Porque lo importante es creer, aunque en términos católicos  se peque. O sea que los Botín, Aznar, Busch, Rockefeller, Blair, Berlusconi, Trump, Peña Nieto, Putin, etc. a diferencia de sus pobres trabajadores y súbditos, seguro que van al cielo… ¡Cojonudo!... ¡Creer…creer…creer…! lo primero e importante es creer, aunque seas un cabrón, porque esto se perdona, pero el no creer o dudar no, eso te lleva de todas, todas, al agujero. Por eso los curas y frailes nos obligaban a repetir una y mil veces, ese discurso de autoafirmación cristiana que es el Credo católico, y que repetíamos en la escuela como si fuéramos muñecos mecánicos.
Don Hilario, el cura falangista de mi pueblo, para demostrarnos en los llamados ejercicios espirituales de entonces, la creencia en la existencia del cielo y del infierno solía decir: “…¿vosotros os creéis hijos míos que, si no existieran el cielo y la condenación eterna que conlleva el pecado mortal, me iba yo a aguantar como me aguanto, machacándome a cilicios, sin disfrutar de los placeres de la vida, y del sexo con la mujer?...para nada…para nada…Ese, mi propio testimonio, es la mejor prueba que puedo daros de su existencia…”
 A mi aquellos discursos de Don Hilario siempre me parecieron de una impostura, un cinismo y una hipocresía apabullante. Más tarde pensé que, simplemente, era un cabrón.
 Solo cuando la ciencia interesada en los hechos reales, se confrontó con las interpretaciones dogmáticas del libro, comenzaron a cambiar las cosas de forma definitiva, abandonando inercias y primitivos miedos que habían hipotecado la libertad del pensamiento humano durante siglos. Ese fue el momento en que el hombre, enfrentado ante su propia imagen y su azaroso destino, comenzó a caminar por la insegura  pero deslumbrante senda de la libertad.
Alberto López

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