Cada época tiene sus creencias, sus supersticiones, sus fanatismos que dominan la vida humana y social y que influyen en la actividad de la mayoría de los hombres. Los tiene también nuestra época. No obstante a pesar de los progresos de la ciencia y de la técnica, los hombres no han progresado mucho en lo espiritual y lo moral. En la vida sigue siempre predominando la fe ciega en un Creador, que dirige al mundo y a los hombres a su gusto y capricho; y en la religión, con sus ritos necios e infantiles. Y hasta, los que ya dejaron de creer en milagros sobrenaturales, siguen creyendo y propagando el principio bíblico del monismo. Toda la diferencia consiste en que, en el lugar de la idea de un Dios único, infalible y todopoderoso y que se encuentra en todo y sobre todo, han colocado la idea de una evolución materialista e histórica, que igual que un Dios dirige el progreso de la humanidad y que es la única fuerza que resolverá y solucionará todos los problemas de la vida humana, individual y social. Según los materialistas, el hombre no es más que un producto del ambiente económico en que vive y no contiene ningún espíritu ni moral propios. Está sujeto a las fuerzas materiales que le rodean, las que definen su estado social, su personalidad y su contenido espiritual y moral. Para muchos hombres la destrucción de algunos cuadros de un museo, el incendio de una catedral, la desaparición de cualquier obra, tiene más importancia que el exterminio de millones de vidas humanas, subleva más sus sentimientos y su espíritu que una masacre de hombres y mujeres, ancianos y niños. En vez de poseer sus ideas, dominarlas y dirigirlas a su voluntad para corregir sus actos, el hombre siempre sigue siendo esclavo de sus propias acciones y creaciones. Porque las ideas son las fuerzas que mueven los espíritus y dirigen las voluntades humanas. Muchas veces las ideas llevan al odio, a la lucha, a la destrucción y al exterminio, pero no pocas veces llevan a la lucha por el bienestar común, por la libertad, por la armonía social y por el progreso humano; llevan a la siembra del saber, del amor a la humanidad. La verdadera historia de la humanidad es en realidad la historia de las ideologías y de los ideales que los hombres trataban de convertir o convertían en realidades o hechos.
Este concepto sobre el valor y la importancia de los ideales en la vida de los hombres es tan viejo como el mundo. Pero los ideales, igual que todo en el mundo, nacen, crecen, florecen y mueren; o envejecen, se desgastan, se hacen inútiles y hasta dañinos; especialmente si no concuerdan con la época.
Mayormente se confunden las ideas con los hombres, que no son más que portadores o propagadores de estas ideas, y pueden equivocarse o fallar. Pero esa desilusión en los predicadores de las ideas lleva muy a menudo a la desilusión en las ideas mismas, y en sus búsquedas de algo nuevo, los hombres muy a menudo son llevados a simples cambios de nombres de las ideas, sin ocuparse del contenido de las mismas y de las cosas. Esto en parte ocurre también porque la fe ciega ha quedado siempre fuertemente arraigada en los hombres, que no se ocuparon de librarse de la esclavitud frente a las ideas y las cosas; porque no se convirtieron todavía en dueños de sus actos, y sus ideas son siempre fuerzas sagradas que les esclavizan. Para librarse de tal esclavitud es necesario que el hombre domine sus ideas y aprenda a dirigir sus actos. Pero esto es solamente posible cuando el hombre tiene el saber necesario y posee un espíritu noble y elevado.
Para que en las sociedades humanas rija la libertad y reine el bienestar general, no basta que los hombres destruyan el Estado, la Iglesia, el capitalismo y eliminen la coerción y la opresión. Ante todo es necesario que los hombres dejen de ser esclavos de sí mismos: de sus creencias, de sus prejuicios, de sus ideas y de sus creaciones. Porque la libertad del hombre depende más de su propia liberación espiritual, moral e ideológica, que de las libertades que se pueden conseguir de los potentados y de los gobernantes.
La idea de un Dios todavía domina al mundo y le esclaviza horriblemente.
Pero lo que es más doloroso todavía es que los oprimidos son mayormente los defensores más encarnizados de la Iglesia, del Estado, del capitalismo y de todos los males existentes. Que son los oprimidos mismos mayormente los que se oponen a cualquier cambio esencial en las relaciones humanas y sociales; bien que son ellos los que más sufren y padecen de los regímenes existentes, y serán los primeros que se beneficiarán con un cambio radical de las formas existentes de relaciones sociales, económicas y de posición Por ignorancia o por conceptos e ideas falsas que profesan, pero son los oprimidos los que ejercen y cumplen directamente las órdenes de violencia y de coerción física, corporal, moral y espiritual sobre sus semejantes. Los trabajadores que se matan mutuamente; son los desheredados que defienden al capitalista y a sus riquezas acumuladas. Son los desposeídos los que sostienen al Estado y exterminan a cualquiera que se rebelarse contra la opresión y las injusticias existentes. Todo esto es posible porque mental, espiritual y moralmente la mayoría de los hombres no se difiere en mucho de los eclesiásticos, de los burgueses y de los gobernantes. Un obrero creyente de un círculo católico no difiere mucho de un cura en su fanatismo; un obrero que aspira a ser capataz, tiene la misma mentalidad que un patrón; y no son pocos los obreros que aspiran a ocupar el lugar de su patrón, haciendo trabajar a los demás en provecho propio y vivir ellos del trabajo ajeno, mientras la mayoría de los obreros que militan en los partidos políticos y organizaciones obreras aspiran a ocupar algún puesto de dirigente o por lo menos de importancia en la máquina gubernamental de su respectivo país, para dirigir a sus conciudadanos según sus ideas, conceptos, deseos y caprichos. Es el obrero, es el desposeído el que más se presta para la ejecución física de la violencia y de la coerción; que sea en nombre de un Dios, de un Estado o de un comunismo, socialismo o anarquismo, es completamente igual. Es el obrero el que construye las cárceles y las horcas, es el obrero el que conduce a otros obreros presos en los coches celulares, es el obrero el que sirve de policía y de carcelero, es el obrero el que mata y fusila a otro obrero. Por doloroso que sea, es la verdad real, y debe reconocerse, tratando de que la violencia y la coerción desaparezcan de las convivencias humanas, reemplazadas por la ayuda y la tolerancia mutua. Especialmente es necesario que cambien los conceptos de los hombres sobre la vida y la conducta del hombre: sus ideas y sus aspiraciones.
Lo importante no es de quién nació ni dónde nació el hombre, que posee o que oficio tiene, sino lo que es él mismo, cuál es su personalidad moral y espiritual y cuáles son sus ideas, su actuación y su conducta en la vida diaria y sus relaciones con sus semejantes. El progreso lo hacen los hombres de ideas nobles y moralmente elevadas, y no los ignorantes y obscurantistas, independientemente de las riquezas y el poder que poseen. El valor del hombre en la vida depende de sus condiciones morales, espirituales e ideológicas y no de su nacimiento o de su estado económico y social.
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