En el hogar, los resinosos leños crujían deshaciéndose en brillantes llamaradas, en racimos de chispas, y mi mente soñadora, buscaba en aquellas lenguas de fuego (que parecían vivir dilatándose y encogiéndose con temblores) recuerdos de dulces cuentos infantiles, que me contaba mi abuela al amor de la lumbre y en los que siempre un príncipe enamorado y una pastorcita adorable, realizaban sus amantes sueños en un país blanco, bajo espesa capa de nieve. A lo lejos se oía un rumor apagado, semejante al zumbido de una colmena: era los hombres del pueblo, que tiritando de frío, se apresuraban a descansar de la azarosa lucha diurna, reclinando la frente ante la desgreñada cabeza de la diosa del hambre, soñaba la mente, en el nevado corcel de los sueños (como le nombra un gran poeta). Recorría los países encantados en que el murmurar de los arroyos se parecía al desvanecido rumor de frases amorosas y el susurro de la brisa entre las ramas, trayendo al oído un lejano estallido de besos. El aroma de las flores, llegaba al alma, con el recuerdo de algún aroma conocido. Una risueña imagen en cuyos
ojos palpitan inolvidables promesas, y en cuyos labios parecía refugiarse temblorosa, la última caricia de otros labios... De pronto,
la fantasía se detuvo asustada replegándose sobre sí misma, y el nevado corcel, retenido en su veloz carrera por la realidad, me hizo despertar.
Una hoja volandera del diario local llegó a mis manos y la leí: Una joven, una criatura interesante, acababa de morir en la edad de las ilusiones, a los veinte años, devorada por las voraces lenguas de fuego que difundían en mi apacible albergue calor de primavera; y sin gustar acaso del consuelo que las ilusiones llevan al alma del ser más castigado por la desdicha; sin ver cómo caía gota a gota sobre inmateriales heridas, el bienhechor bálsamo de la esperanza... Y pensando en ello, se filtraba en mi espíritu una compasión inmensa hacia la pobre criatura cuyo cerebro no conoció ardiente beso y cuyos ojos no gozaron jamás del placer infinito de ser espejo de otros ojos; su desgracia corrió pareja en lo horrible con su muerte. Ni amó ni fue amada. Pocos seres más dignos de compasión que la pobre joven. Pocos, pero nadie más acreedores a ella que los padres de la infeliz. Yo, con el oído atento a la voz interna de mis ilusiones y la mirada fija en los resinosos leños que lentamente se convertían en ceniza, ahondé en la histeria del crudo pesar que los ha herido como un zarpazo implacable y medí todas sus penas.
Entonces, endurecido el corazón por la tristeza, olvidé la amargura de los padres que al tornar de la fatigosa lucha por la existencia, hallan, por otra crueldad del destino, convertido al ser de su ser en tizón humeante, y por un momento pensé en el filósofo y poeta Nieztche, el sombrío aristócrata del saber, en la doctrina brutal que condena a los seres débiles, inútiles, a sucumbir aplastados por el destino para no suponer estorbo a la marcha de los grandes, de los fuertes, de los útiles a la humanidad. La muerte es la gran correctora de imperfecciones de la vida y ahora ha cumplido su labor (murmuré) con algo del feroz sosiego de un juez que no es padre. Pero una voz tímida, de madre llorosa, repitió quedamente en mi oido la frase del más irónico y bondadoso de nuestros poetas. ¡Lo inútil!... ¿Y qué es lo inútil? ¿Ignoras que «sea grande opequeño, todo ser es el ángel de algún sueño?»
Arrojé lejos de mí la hoja volandera.
Los leños crujían y se apagaban lentamente, envolvióndose a ratos en nubes de chispas, y entre la sombra que iba llenando la estancia, me pareció entrever las siluetas de los padres, quienes, mirando a la altura, debían preguntar: Señor, Señor, ¡para que ha nacido?
Las sombras me envolvieron enteramente y sentí frío.
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