martes, 12 de noviembre de 2024

El amor de los amores, (Carolina Coronado)


¡Oh, cuál te adoro! Con la luz del día

tu nombre invoco, apasionada y triste,

y cuando el cielo en sombras se reviste

aun te llama exaltada el alma mía.

Tú eres el tiempo que mis horas guía,

tú eres la idea que a mi mente asiste,

porque en ti se encuentra cuanto existe,

mi pasión, mi esperanza, mi poesía.

No hay canto que igualar pueda a tu acento

cuando mi amor me cuentas y deliras

revelando la fe de tu contento;

tiemblo a tu voz y tiemblo si me miras,

y quisiera exhalar mi último aliento

abrasada en el aire que respiras.



Nacida en el mismo pueblo que Espronceda, Almendralejo, su existencia está marcada por los constantes delirios y supersticiones que rozan la más tétrica de las historias de terror. Desde muy pequeña dice poder contactar con espíritus de seres difuntos, concretamente el de su padre fallecido tiempo atrás. Las apariciones de su progenitor, algunas incluso en misa, provocaron en Carolina constantes desmayos, convirtiendo su salud en débil y enfermiza. Estos pequeños sustos harán de extremeña un espíritu frágil e incomprendido que curiosamente creará una relación extraña con los animales, sobre todo con los pájaros. De hecho, será la muerte de una simple tórtola la que le empuje por primera vez a escribir un poema, texto que, por cierto, enterró con el propio ave, imposibilitando que lleguemos a conocerlo.
Carolina muere, por primera vez, en enero de 1844, los periódicos de la época lo publican e incluso le llegan a escribir poemas de condolencia, recibe flores en casa, coronas y muchos mensajes de ánimo a la familia, pero será un médico amigo quien dude de la muerte de la joven. Este doctor consideró que la chica se encontraba en una especie de letargo y se negó en rotundo a que la escritora fuese enterrada, de modo que la familia se dispuso a velarla hasta que el médico lo indicase. Con la piel pálida, los tirabuzones negros colocados perfectamente y un vestido blanco impoluto quedó Carolina tendida durante varios días, hasta que una mañana, de repente, volvió a la vida. El médico había salvado a la joven de un entierro terrorífico.
Carolina murió para seguir viviendo y tuvo que anunciar en los mismos periódicos, que días antes anunciaron su deceso, que estaba viva y que, aunque “agradeciéndolo” mucho, evitasen seguir enviando a su domicilio mensajes de pésame.

Esta patología del sistema nervioso volvería a aparecer en su vida hasta en tres ocasiones más, familiarizándose con ella como una compañera obligada de vida. Llegó incluso a sacarle el lado positivo ya que fue la excusa para casarse con Horacio Perry. Así lo contaba él en una de las cartas que envió a sus hermanas: “Yo la amaba pero me resistía, me puse en pie para irme, ¡su corazón se paró!, no se desmayó sino que su corazón se paró de repente, instantánea, enteramente. Yacía muerta delante de mí. Pero no, un minuto, dos, no sé, me pareció un año, de pronto como si su pecho se abriera de golpe con un soplo que se podía haber escuchado en el apartamento contiguo y que convulsionó todo su esqueleto, el corazón latió de nuevo, reanudó penosamente sus funciones”. Ante tal temor, el joven Horacio se casó con la escritora no una, sino dos veces.

«Y no temas si alguna se despierta,
que si te logro ver, de gozo muero,
y aunque después lo cante al mundo entero,
¿qué han de decir los vivos de una muerta?»
Sin embargo, no será hasta el fallecimiento de su primer hijo varón cuando Carolina comience a tener una intensa relación de amor y odio con la muerte. Años más tarde también vaticinó la de su propia hija Carolina, de modo que cuando falleció la primogénita, de veinte años de edad, a causa de unas fuertes fiebres provocadas por el sarampión, la autora enloqueció. Su propia hija menor contempló a su madre correr de un lado a otro cortándose los tirabuzones y gritando desesperada. Carolina parecía negar la evidencia y ordenó embalsamar a su hija con la esperanza de conservarla incólume, la cubrió de joyas e hizo un trato con las monjas clarisas del convento San Pascual, en el Paseo de Recoletos de Madrid, para que dejaran el cuerpo de su hija en un armario de la sacristía. “No abrir, propiedad de Carolina Coronado”.
Cuando su marido descubrió la demencia de su esposa y la soledad en la que se encontraba su hija menor, decidió cambiar de aires y se trasladaron a un palacio en la ciudad de Lisboa. Sin embargo, este nuevo lugar se convertiría en la propia tumba de Carolina ya que nunca más volvería a salir de él. Es más, tampoco recuperaría nunca la vida social, negándose incluso a que su nombre apareciera en cualquier escrito, congreso o referencia poética. Vivió un eterno luto.

Una momia en casa
Al fallecimiento de su esposo, ordenó su embalsamamiento e inhumación en un sarcófago que mandó colocar en una capilla de la que disponía la propia residencia palaciega, allí rezaba a su lado cada día. Le seguía hablando como si estuviera vivo, incluso llegaba a discutir con él.

Carolina se enfadó con la muerte que parecía negarse a sus deseos, ella quería morir en vez de sus seres queridos, creía que sus episodios de catalepsia habían sido un desafío para la Parca, quien como castigo a su insolencia le había permitido vivir hasta ver fallecidos a casi todos los suyos. Finalmente, terminó su vida a los 90 años siendo su yerno quien pusiese fin a esta locura, dándole sepultura junto a su marido en el cementerio de Badajoz. Igualmente, recogió a su cuñada años después del armario del convento madrileño para darle un descanso en un lugar más apropiado.

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