
Era 1973 y el aire fresco de las montañas de Jaca, en Huesca, (sobretodo de la peña Oroel, donde estuve destacado algún tiempo), se mezclaba con el sonido lejano de los vientos que susurraban secretos. Aquel lugar, pintado de verdes y grises, era hogar para muchos, pero para mí, como cabo primero, representaba algo más que un simple cuartel militar; era mi refugio y mi prisión.
El servicio militar tenía una manera curiosa de moldear a las personas. Algunos hombres se transformaban en sombras, otros en héroes, pero yo intentaba simplemente sobrevivir en medio de la rutina. Mis días transcurrían entre ejercicios de entrenamiento y noches de charlas bajo un cielo estrellado que parecía eterno. Allí, mis compañeros eran también mis amigos; entre ellos, Javier, un joven de Canfranc, soñador que hablaba de aventuras más allá de la frontera con Francia, y Martín, de Barcelona que siempre encontraba la forma de sacarnos una sonrisa.
Sin embargo, lo que realmente ocupaba mis pensamientos eran las historias que los ancianos del pueblo contaban sobre la peña Oroel. Decían que en las profundidades de la nieve se ocultaban tesoros perdidos, pero también recuerdos tristes de un pasado olvidado. Intrigado por estas leyendas, decidí que al menos una vez antes de finalizar mi servicio, debía explorar la montaña. La idea me llenaba de emoción y miedo a la vez.
Una mañana de primavera, con la nieve todavía brillando sobre la cumbre, me aventuré en solitario. La soledad de la montaña era abrumadora. Cada paso parecía resonar en el silencio como un eco de mis propios pensamientos. Pero algo me empujó a seguir adelante. Quizás era la promesa de descubrir algo más allá de la vida que conocía.
Pasé horas errando por senderos cubiertos de arbustos y rocas. Al caer la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse, divisé una cueva. Su entrada era oscura, casi abstracta, y sentí que algo me llamaba. A medida que me acercaba, el aire era más frío. Pero la curiosidad fue más fuerte que mi instinto de retroceder. Entré dentro, las paredes estaban adornadas con pinturas antiguas que contaban historias de guerreros y dioses de tiempos pasados. Allí, en el centro, encontré un viejo cofre. Con manos temblorosas, lo abrí. Para mi sorpresa, no había oro ni joyas, sino hojas con poemas y recuerdos de un soldado que había estado allí, en el mismo lugar, años atrás. Sus palabras hablaban de amor, de lucha perdida en la guerra. Me sentí conectado con aquel soldado desconocido.
Al salir de la cueva, ya era de noche. Miré hacia el pueblo iluminado a lo lejos y comprendí que el verdadero tesoro era las historias guardadas en nuestros corazones.
Volví al cuartel con una nueva perspectiva, listo para enfrentar los días que quedaban. La montaña, con su silencio abrumador, se había convertido en un símbolo de mi propia transformación. En esos rincones olvidados de Jaca, había encontrado no solo un pedazo de historia, sino una parte de mí mismo.
J. Plou
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