No hay peor enemigo del hombre que la conciencia; si éste ha cumplido y cumple bien, su conciencia permanece tranquila y todas las cosas las hace ver de color rosa.
Pero, si al contrario, ha realizado uno, o varios, hechos contrarios a las leyes inmutables, que deben tener las buenas costumbres, o valiéndose de su posición han atropellado, maltratado semejantes, que consideraba inferiores, la conciencia se conmueve y se convierte en acusador permanente.
De poco sirven entonces las alabanzas de sus seguidores,
ni los aplausos interesados de las gentes de escalera arriba y de escalera abajo.
La conciencia, convertida en tribunal popular, acusa, y acusa sin cesar, turba la tranquilidad y sumerge en constante y fatídica pesadilla los augurios más risueños y placenteros.
Algo de esto debe ocurrir a nuestros gobernantes conservadores. Su conciencia debe gritarles sin cesar, porque yo, supongo que la tienen.
De aquí, pues, sus temores, sus dudas, sus sobresaltos.
En nadie tienen confianza: ni en el pueblo, el ejército, ni en sí mismos. En todas partes ven enemigos; todos los españoles son, para ellos, conspiradores, demagogos, y tengan barba, bigote , patillas, o ninguna de estas tres cosas.
El más leve ruido le suponen la primera descarga lanzada por el trabuco de la revolución; la voz del ayuda de cámara llega á sus asustados oídos tan abultada, que la traducen por inmenso griterío que pide su cabeza.
¡ Y todavia hay quien los envidia !
Es verdad que ellos son insoportables, que abusan de la fuerza, que pisotean todos los derechos, que conculcan las leyes, que están dispuestos a cometer toda clase de ilegalidades; pero en cambio, ¡qué malos ratos deben pasar a sólas con ese testigo cruel que se llama conciencia, por poquita que tengan !
¡Cuánto darían ellos por podérsela arrancar!
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