
Intentaba escribir algo, cuando alguien llamó a la puerta. ¿Quién es?
Pude escuchar algunas palabras pronunciadas en castellano antiguo
que no entendí. Pensé que era alguien que venía a pedir dinero, cogí
un euro y le abrí. Era un hombre bien vestido, aunque el traje y su cara
eran antiguos. Menudo, moreno, me recordó al cordobés, el torero.
Pero enseguida lo reconocí, era Calderón de la Barca. Allí estaba, en la
puerta de mi casa, con ese aspecto pulcro y casi infantil.
Me quedé petrificado, solo se me ocurrió decir una estupidez: "¡Quien
vive sin pensar, no puede decir que vive!" Luego reaccioné, le di la mano
y le invité a entrar.
Después de dedicarme los dos libros: “La vida es sueño” y “El alcalde
de Zalamea” que tengo en la librería, le enseñé el ordenador en el que
intentaba escribir. Él me miraba con ojos curiosos, de asombro, y a mí
me daba miedo que su imaginación me convirtiera en una cucaracha.
Qué situación tan calderoniana, pensé. Le llamó poderosamente la
atención cómo podía escribir sin pluma ni tintero. Incluso se sentó
al teclado para probar. Fue cuando escribió su célebre frase:
"No le des nunca consejos al que te pida dinero”.
A pesar de su seriedad y de su conducta tranquila y fría, me atreví a
proponerle que nos acercáramos a un bar en el que servían un excelente
vino. Fue allí, después de varios vasos, cuando, relajado, sacó a relucir
su particular sentido del humor. Yo lo miraba sorprendido, preguntándome
si era consciente de la importancia de su obra. Mis pensamientos se
interrumpieron cuando, en tono cortés, pero con aire burlón, alzó su vaso
al cielo y dijo: “Yo, en tu lugar, me dedicaría a otra cosa. Pero si te divierte
mucho escribir, cuanto más corto sea lo que escribes, mejor para todos”.
Mientras brindábamos, lo comprendí: ya lo había hecho, pero en vez de
convertirme en cucaracha, me había convertido en una insignificante
mosca.
Volviendo a casa le conté que Borges corregía una y otra vez sus poemas,
excepto uno que escribió una mañana al despertarse, el único de su obra
que jamás corrigió. Dijo que ese poema se lo había dictado usted en
sueños, y que por lo tanto no tenía derecho a cambiarlo. Él me miró
sorprendido, y de nuevo rompió su habitual seriedad con una sonora
carcajada. “A Borges siempre le dictaron los poemas los ángeles”, dijo.
Como parecía que habíamos congeniado, me atreví a decirle: “Pedro,
¿no podría dictarme a mí un puñado de palabras en un sueño? Algo
cortito, es para un poemario, que se me está resistiendo…”.
Transcurridos unos segundos, me miró con esos ojos de asombro con
que miran los escritores y no me contestó, se limitó a sonreír. Nos
despedimos con un apretón de manos. Adiós. Y cabizbajo, con un caminar
tranquilo, como si estuviera engendrando una nueva obra, se fue alejando.
Y mientras yo, fuí despertando.
J. Plou
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