viernes, 19 de diciembre de 2025

VISITA DE CALDERÓN



Intentaba escribir algo, cuando alguien llamó a la puerta. ¿Quién es?

Pude escuchar algunas palabras pronunciadas en castellano antiguo

que no entendí. Pensé que era alguien que venía a pedir dinero, cogí

un euro y le abrí. Era un hombre bien vestido, aunque el traje y su cara

eran antiguos. Menudo, moreno, me recordó al cordobés, el torero.

Pero enseguida lo reconocí, era Calderón de la Barca. Allí estaba, en la

puerta de mi casa, con ese aspecto pulcro y casi infantil. 

Me quedé petrificado, solo se me ocurrió decir una estupidez: "¡Quien

vive sin pensar, no puede decir que vive!" Luego reaccioné, le di la mano

y le invité a entrar.

Después de dedicarme los dos libros: “La vida es sueño” y “El alcalde

de Zalamea” que tengo en la librería, le enseñé el ordenador en el que

intentaba escribir. Él me miraba con ojos curiosos, de asombro, y a mí

me daba miedo que su imaginación me convirtiera en una cucaracha.

Qué situación tan calderoniana, pensé. Le llamó poderosamente la

atención cómo podía escribir sin pluma ni tintero. Incluso se sentó

al teclado para probar. Fue cuando escribió su célebre frase:

"No le des nunca consejos al que te pida dinero”. 

A pesar de su seriedad y de su conducta tranquila y fría, me atreví a

proponerle que nos acercáramos a un bar en el que servían un excelente

vino. Fue allí, después de varios vasos, cuando, relajado, sacó a relucir

su particular sentido del humor. Yo lo miraba sorprendido, preguntándome

si era consciente de la importancia de su obra. Mis pensamientos se

interrumpieron cuando, en tono cortés, pero con aire burlón, alzó su vaso

al cielo y dijo: “Yo, en tu lugar, me dedicaría a otra cosa. Pero si te divierte

mucho escribir, cuanto más corto sea lo que escribes, mejor para todos”.

Mientras brindábamos, lo comprendí: ya lo había hecho, pero en vez de

convertirme en cucaracha, me había convertido en una insignificante

mosca.  

Volviendo a casa le conté que Borges corregía una y otra vez sus poemas,

excepto uno que escribió una mañana al despertarse, el único de su obra

que jamás corrigió. Dijo que ese poema se lo había dictado usted en

sueños, y que por lo tanto no tenía derecho a cambiarlo. Él me miró

sorprendido, y de nuevo rompió su habitual seriedad con una sonora

carcajada. “A Borges siempre le dictaron los poemas los ángeles”, dijo.

Como parecía que habíamos congeniado, me atreví a decirle: “Pedro,

¿no podría dictarme a mí un puñado de palabras en un sueño? Algo

cortito, es para un poemario, que se me está resistiendo…”.

Transcurridos unos segundos, me miró con esos  ojos de asombro con

que miran los escritores y no me contestó, se limitó a sonreír. Nos

despedimos con un apretón de manos. Adiós. Y cabizbajo, con un caminar

tranquilo, como si estuviera engendrando una nueva obra, se fue alejando.

 Y mientras yo, fuí despertando. 

J. Plou

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