La Ciudad de Hierro
Yo notaba que mi madre se entristecía al ver cómo, año tras año, su pueblo iba
desapareciendo comido por la mina. Pero, aun así, seguíamos subiendo el trece
de junio a las fiestas patronales de San Antonio que, aunque muy devaluadas
continuaban celebrándose.
Cruzábamos la Ría en gasolino a Baracaldo y tomábamos el tren a Ortuella.
Allí nos esperaban el tío Pio y la tía María, con una nietecita suya que se
llamaba Ana y que tenía tres años menos que yo, y juntos, cargados de bolsas
con la comida, subíamos caminando a Gallarta en una animada excursión. La
carretera, cuyo trazado cambiaba de un año para otro según los trabajos de
la mina, serpenteaba entre un caos de excavaciones, rellenos, balsas y
escombreras mineras. Según íbamos llegando notábamos como año tras año
quedaban menos edificios. Mi tío le hacía comentarios a mi madre sobre cuando
habían tirado tal o cual casa, que familia había bajado a vivir a Ortuella o a
El Valle y cosas así. En una ocasión comentó que, la casa donde yo había
nacido, había desaparecido, pero que no se lo había querido decir para no
entristecerla. Yo miraba a mi madre, y veía como se le demudaba el rostro, al ver
como sus recuerdos desaparecían entre las ruinas.
Llevábamos la comida desde casa. Mi tía María insistía en que la comida la llevaba
ella, porque allí, estábamos invitados, pero mi madre siempre llevaba algo. Nos
sentábamos bajo el toldo de alguna txosna con unas jarras grandes de cerveza con
gaseosa, y entonces la tía María preparaba la mesa extendiendo un mantel, los
cubiertos, los platos de aluminio, las servilletas y finalmente unas tarteras grandes,
con tortilla, pimientos, lomo embuchado o lengua albardada. Hacíamos una
sobremesa larga, ellos charlando y Ana y yo corriendo de aquí para allá. Por la tarde
visitábamos a los primos Gabriel y Eugenia, que eran los últimos de la familia que
todavía seguían aguantando, porque su casa era de las más alejadas del centro. Por
la tarde solíamos hacer algunas visitas a antiguas amistades, cada vez menos, y
pasábamos por el bar de Polo, que había sido muy amigo de mi padre, a saludarle.
A Ana y a mí, nos invitaba a un refresco y a un platillo con aceitunas.
La actividad extractiva tradicional languidecía. Los minerales ricos habían
desaparecido hacía tiempo, y ya solo quedaban carbonatos de hierro de baja ley.
Pero la mina Concha, propiedad de la empresa Agruminsa de Altos Hornos de
Vizcaya, perseguía implacable la veta, aproximándose más y más al pueblo. Las
explosiones de dinamita hacían temblar los muros de las casas, y año tras año veía
cómo iban cayendo una tras otra, hasta que el laboreo de la mina llegó a las puertas
de la plaza del Ayuntamiento, y junto con las escuelas, el frontón y la iglesia, todo
se lo tragó en un enorme socavón, como un cono invertido, de 120 metros de
profundidad.
Entonces nadie se atrevía a protestar, ni a oponerse ante aquél atropello. Si alguno lo
hacía, venía la guardia civil y sin contemplaciones lo sacaba de su casa y se lo
llevaba. El gobierno aseguraba que aquel mineral era estratégico para Altos Hornos,
y para proveer de acero a la industria y a la defensa nacional.
A los voceros del gobierno se les llenaba la boca hablando de los obreros. Prometieron
un pueblo nuevo, con Ayuntamiento, escuelas, iglesia y casas, pero lo que construyeron fue un barrio dormitorio más, alejado del primitivo, como otros tantos de la degradada Margen Izquierda. Al final tiraron cerca de 250 casas. Fue la última mina que se mantuvo en activo en Bizkaia hasta su cierre definitivo en el año 1993, a la vez que los Altos Hornos se apagaban para siempre con la Reconversión Industrial. Agruminsa dejó un inmenso agujero y se marchó.
Con la coartada del progreso de la minería y de la industria, el franquismo barrió la historia de Gallarta, enterrando lo que aquel pueblo revolucionario había significado en las luchas obreras. Después vendrían los nacionalistas con su discurso originario, y harían otro tanto cambiando el nombre a todo y dejando la historia de las minas como un atractivo turístico más. Mis señas de identidad y las de mis predecesores, se iban perdiendo. Nunca pensé que su desaparición pudiera llegar tan lejos.
Mi tío Pío trabajaba de guarda en las instalaciones en Ortuella de la antigua empresa minera Orconera. Vivía con la tía María en una casa de dos plantas cedida por la empresa, cercana a los hornos de calcinación de mineral, unos monstruos que, la primera vez que los vi, me parecieron la puerta del infierno. Fui allí dos veranos a pasar una semana de vacaciones, que me resultaron inolvidables. Debía tener unos doce años. Era como una casa de campo, donde criaban gallinas, conejos y un cerdo. Mi tío era un hombre grande, fuerte, entrañable y cariñoso, con una risa franca y sonrosada. Mi madre decía que era un buenazo. Su mujer, la tía María, era esa clase de mujer que, en ausencia de la madre, le hace a uno sentirse acogido y protegido junto a ella. Allí conocí de cerca lo que habían sido las instalaciones mineras, el ferrocarril, los hornos, las balsas, los montones de mineral, las vagonetas…Pero todo estaba ya decrépito, porque la actividad minera, en los últimos tiempos había venido apagándose poco a poco. Mi tío me explicaba que allí, en las minas, estaban mis raíces, y que era algo que nunca debiera olvidar.
Los tíos tenían en casa con ellos, a Ana, su nietecilla de ocho años que antes he mencionado. Era una rubita, lista y preciosa, que me acompañaba en mis correrías por los caminos que, entre el arbolado subían por la ladera a la pequeña aldea minera de Cadegal. Allí solíamos ir de paseo con el tío Pío. Él agarraba la cachaba, se ponía la boina y arrancábamos para arriba, mientras la tía María se ocupaba de tenernos la comida lista para cuando bajáramos.
Allí vivían unas pocas familias, entre ellas unos primos segundos, que yo no conocía, y que, cuando supieron quién era, me acogieron muy cariñosos. Desde el agotamiento de los filones, Cadegal se había convertido en un lugar silencioso, donde solo se oía el viento, y desde donde se dominaba una preciosa vista de Ortuella. Para calmar la sed producida por la ascensión, el tío nos invitaba al llegar a una gaseosa fría, sacada entre las barras de hielo troceadas de una rudimental nevera, en la única tasca que había en el pueblo donde a la sombra de una parra de chacolí, se juntaban los hombres a beber y a charlar. De aquella niña me quedó un recuerdo muy dulce, que reviví cuando años después la encontré hecha una mujer deslumbrante. Cuando me entré que se había casado, el corazón, traicionero me dio un punzado.
En cierta ocasión, cuando llegamos había bajo la parra una tertulia muy animada de mineros jubilados. El tío se sentó a su mesa, pidió nuestras gaseosas y un vaso de vino y me presentó diciendo:
– Este rapaz se llama Juan Martín… Es el hijo de mi difunto hermano Ernesto...
Entonces, uno de los hombres que, era manco del brazo izquierdo, dirigiéndose a mí me dijo:
– Hombre el chaval del Empecinado…Yo fui amigo y compañero de aventuras y desventuras de tu padre, y perdí este brazo trabajando con él en un batallón de castigo excavando el túnel de La Engaña…Era un gran tipo…Ya puedes estar orgulloso de él…Por cierto, ¿cómo está tu madre?...
Y dirigiéndose a los parroquianos comentó por bajines:
– Menuda moza guapa era la Herenia del Ernesto...
Y después, mirándome a mí:
– Cuando veas a tu madre, dile que le manda saludos Miguel el Cachorro...
Cuando bajábamos para casa le pregunté al tío quien era aquel manco al que apodaban El Cachorro.
– Había sido un experto dinamitero, que aprendió en las minas chilenas, cuando se fue de crío a las Américas. De ahí el apodo del Cachorro, que es como llaman por allí a los cartuchos de dinamita. Cuando volvió estuvo poniendo cargas en las minas hasta que estalló la guerra. Era anarquista y como el mismo te ha dicho, perdido el brazo en una voladura en el túnel de la Engaña, donde estaba en el mismo batallón de castigo que tu padre. Tras el accidente le liberaron y le permitieron volver a vivir a su casita de Cadegal…En la guerra había recorrido muchos frentes volando de todo: puentes, carreteras, cuarteles, defensas…sin haber recibido nunca un rasguño. Pero mira por donde, le toco la china en un trabaja al que estaba más acostumbrado. Quizás fue exceso de confianza, o mal estado de la dinamita…Si los fascistas hubieran tenido conocimiento, de sus correrías por el frente de Aragón, con la columna Durruti, seguramente le habrían fusilado, pero supo ocultar el pasado de aquellos ajetreados años, y se perdió trabajando por media España en batallones de castigo, hasta que volvió y ya nadie le pidió cuentas.
– ¿Quién era Durruti tío?...
– Un gran líder obrero y un gran revolucionario...
– ¿Y dónde está ahora?...
– Lo mataron a traición en Madrid, a comienzos de la guerra. Pero eso ya te lo explicaré otro día, cuando seas un poco más mayor...
Al verano siguiente no pude ir, porque se produjo un accidente. La vieja balsa de lodos de decantación, situada en una cota superior a unos cientos de metros de la casa, reventó cayendo los lodos por toda la parte inferior de la ladera hasta llegar al arroyo Granada, llevándose por delante medio barrio de Golifar, formado por humildes casas bajas, herederas de los años gloriosos de la minería. De milagro no arrastraron la casa de mis tíos, que salvaron sus vidas quedando aislados y refugiados en el tejado, desde donde los rescató una gran excavadora. Perdieron todo lo que tenían, pasando a vivir a una vivienda en planta baja, que les concedió la empresa, en un nuevo barrio, que por entonces se estaba construyendo a las afueras del pueblo en la ladera opuesta. Entonces se jubiló, y de vez en cuando, aparecía entre semana por nuestro barrio a visitar a la familia, y de paso, a quedarse a comer. Algunos domingos venía con la tía María, y entonces la tía Eulalia, que era una gran cocinera, preparaba una comida estupenda y nos invitaba a todos a su casa. El tío Pío que era la alegría personificada, y se reía por cualquier motivo, con una risa contagiosa que arrancaba la sonrisa a todos, era un tragón, de esos, cuya mayor felicidad que puede ofrecer la vida, es comer. Y es que, siendo el hermano mayor, tenía muy interiorizada el hambre pasada de pequeño en las minas. En la guerra había sido miliciano republicano, de aquellos que vestían mono y un pañuelo rojo al cuello. Cuando entraron los nacionales, paso un periodo en la cárcel, pero finalmente quedó libre y pudo volver a trabajar en la compañía Orconera.
El último recuerdo que tengo de él fue, cuando junto con mi madre, mis tíos Jacinto y Eulalia y algunos de los primos, nos acercamos a Ortuella para acompañar a la tía María con motivo de su fallecimiento. Cuando llegamos, estaba toda la familia reunida en la pequeña sala de la casa. Algunos hombres habían salido a fumar y a charlar en los jardincillos que rodeaban el bloque de viviendas. Al de un rato la tía María se me acercó y me dijo si quería pasar a verle al tío a la habitación para despedirme de él. Me comento:
– A él le hubiera gustado, te tenía mucho cariño...
Le pedí a mi madre que me acompañara, porque yo no había visto nunca un muerto, y me daba un cierto reparo. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estaba tumbado en el centro de la cama matrimonial, con el mismo traje gris de cuando se casó, sin corbata, las manazas cruzadas sobre el pecho, y unos zapatos negros brillantes, que me parecieron enormes. Yo nunca le había visto a mi tío con traje. Tumbado me pareció más grande que nunca, casi un gigante. No quería, pero por indicación de mi madre, saqué fuerzas de flaqueza y me acerqué, casi temblando, a la cabecera. Tenía un paño blanco amarrado con un lazo a la cabeza, que le pasaba bajo la mandíbula. Mi madre me explicó que, era para sujetarle la quijada, ya que, a los muertos, se les suele abrir la boca en un gesto desagradable. A mí me recordó, a aquellos pañuelos calientes que por entonces nos ponían a los chavales para combatir el dolor de muelas. Aquel paño, y el color cerúleo y aceitunado del rostro, me produjeron una gran impresión. Me entró un sudor frío, y me dio un pequeño vahído, que a punto estuvo de hacerme desfallecer y caer al suelo. Entonces mi madre me agarró, me saco a la calle para que me diera el aire, y la tía acercó una silla para que me sentara hasta que se me pasara. Desde entonces, nunca más he querido ver a un muerto.
Alberto López
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