lunes, 14 de mayo de 2018

Fatal desenlace



¡Anda, flojucho, que ya falta poco!, me gritaba ella desde la empinada roca. Miré hacia arriba y quedé suspenso de admiración. Con el cabello al aire, desnudos los brazos y jadeante el pecho, parecía viva alegoría de la Naturaleza bajo el sereno cielo de la tarde. Al fin, después de fatigas, trepando agarrado a las matas de romero, y a las grietas de la piedra, llegué a la cumbre y me senté junto a ella. 
Al final de la pendiente, se deslizaba un limpio arroyo, en sus márgenes álamos, espadañas, lirios y mil flores silvestres de variado color. Entre los árboles se divisaban blancos caseríos rodeados de huertas... era tan plácida la belleza del paisaje, que súbitamente me sentí poseído de melancolía y la miré  ensimismado, mientras ella me nombraba poblados, aldeas y escondites diversos de la sierra, con pintorescas descripciones y detalles saladísimos, señalándomelos en la verde lejanía con sus dedos de rosa mate. Sucedía con frecuencia que al extender el brazo ante mí, recorriendo el horizonte, rozaba su fina piel, produciéndome un delicioso temblor. Una vez me atreví a besarle una mano, y ella, riendo, me sacudió un blando bofetón. Se arrepintió al instante y me preguntó muy humilde si me había hecho daño. Miré fijamente sus azulados ojos susurrando que no, y luego quedamos en silencio. 
Reinaba una suave calma. Un viento pegajoso, agitaba su suelto cabello. Recostada en una encina, jugaba con la cruz que pendía de su cuello y me miraba de soslayo, suspirando. De repente cambió su alegría por tristeza y abatimiento. El picaro beso bien podía ser la causa; pero por otra parte mi audacia fue un acto inocente, para ser tenido en cuenta, no acertaba a explicarme su actitud. Poco a poco me fui acercando hasta tomar una de sus manos, aprisionándola entre las mías, y dominado por un apasionamiento místico, todo dulzura y pureza, hablé así: "Oye,  ¿te ofendió el beso? Te Juro que te lo di con picardía. Fué cosa involuntaria...¡es que eres tan bonita! el piropo produjo efecto inesperado. Sus azulados ojos se humedecieron, contemplándome con honda largura, y al cabo empezó a llorar, lagrimeo manso, como rocío en noche de invierno. Me hallaba intranquilo y turbado. Sin duda había por el dolor de la moza, drama de lo más terrible, que hasta entonces dormía desconocido, la despertó de pronto mi insignificante caricia. ella seguía con la vista baja y yo reanudé mi charla cerca de su oído, sobre los rizos de la sien. ¡Dime qué te ocurre, sincérate conmigo; pálida y sin aliento, que se me antojó que iba a morir. Instintivamente le apreté las manos. 
Cuando se recobró me miró con extraña sonrisa que me produjo un escalofrío. Se levantó y fué a sentarse al borde del talud. Allí la seguí, atraído por su dolor y por aquella su casta hermosura a la cual su pesadumbre le daba un nuevo encanto atrayente y fascinador, y me senté a su lado, dispuesto a saber el secreto de sus penas. Miraba al valle con gesto meditabundo, suspiraba de rato en rato y se limpiaba los ojos con su bonita mano. Tenía un angelical aspecto y el paisaje, en aquella hora de austera poesía, daba a su figura marco apropiado, destacándose sugestiva sobre el verdor húmedo del peñón con su traje de colores alegres, rubio cabello y llorosas pupilas. Así, no acertaba yo a continuar la charla, conteniéndome su silencio. 
Tras de muchos ensayos mentales comencé; ¡por favor te pido me digas que te sucede, que yo te consolaré como pueda!... Ya sabes que te quiero... Era verdad. Aquella proximidad íntima, en la soledad de la montaña, empezó a favorecer en mí el brote de un cariño piadoso, algo de fuego inocente al calor de su busto, lleno de fragancia virginal. Pasé una mano por su talle y besé respetuosamente sus cabellos de oro. Ella parecía no hacerme caso y se mostraba indiferente a mis halagos; de pronto volvió a mí los ojos, colocó una mano sobre las mías y me dijo con voz que parecía un rumor: ¿Quieres saberlo?., ¿para qué? te has de reír cuando te lo cuente. Pues me sucede que te quiero mucho, tanto, que mi cariño se ha convertido en dolor..., una angustia constante que me abrasa y me pudre... Me miró muy grave, ¡ hice una promesa ante la virgen, que no me acercaría a un hombre!. Aquí hizo una pausa. Se había ido velando su voz hasta terminar en un gemido, y quedó en silencio, mirándome con el fulgor de sus ojos, inmóviles en muda interrogación. Yo estaba inquieto y giraban en mi mente extrañas ideas de amor y piedad..., un deseo incipiente de anular aquella promesa. Se enjugó los ojos y empezamos a bajar. El sol se había escondido, dejando en su lugar una aureola de púrpura con ligeros celajes. Se advertía el silencio del crepúscuIo..., un lento adormecerse de la naturaleza en la penumbra de la tarde, que apagaba su luz bajo el suave temblor de las primeras estrellas. Caminábamos silenciosos... Al bajar del monte, ella, transfigurada de dolor, parecía la misma Virgen. A medida que nos acercábamos al pueblo, notaba yo en su rostro lividez mortal. Tropezó en una piedra y tuve que sostenerla para que no cayese. Estaba fría. Me estrechó cariñosaínente la mano y siguió adelante, arrimada a mí como si temiese caer. Por segunda vez osciló su cuerpo al saltar una zanja y mis brazos la recibieron. La noche avanzaba. Detrás de nosotros parecía la sierra un coloso tendido. A la derecha varias luces indicaban la presencia del lugar. Se agarró a mí cintura y recostó la cabeza en mí hombro. 
Poco faltaba ya para entrar en el pueblo, cuando se deslizó suavemente sentándose a mis pies. No podía andar más. La ahogaba la angustia. Me rogó que bajase por agua al torrente y accedí. La bajada era peligrosa, entre rocas escurridizas cuya forma borraba la obscuridad. Ella me guiaba con apagada voz. Llegué al fondo. Una nube de espuma me envolvía, tronando en mis oídos el ruido del agua como una música sin ritmo. De pronto vi en lo alto su figura que se levantaba y movía una mano con ademán de despedida y luego se precipitó en la sombra del barranco. Sentí cerca un ruido sordo y corrí a riesgo de estrellarme contra las rocas que bordeaban el torrente. Buscando a tientas, la hallé al pie de un zarzal, destrozada ya, agonizante. La cogí entre los brazos... Con gran trabajo, agarrándose tiernamente a mi cuello, me habló así: - Ya ves... Esto es lo mejor...Y murió. Era noche completa. En el horizonte se había apagado el último fulgor. El cielo estaba claro y las estrellas alumbraban con inquieta y viva luz. El torrente proseguía su ruidosa marcha, deshaciendo sus ondas en vellones de rizada espuma...




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