¡Anda,
flojucho, que ya falta poco!, me gritaba ella desde la empinada
roca. Miré hacia arriba y quedé suspenso de admiración. Con el
cabello al aire, desnudos los brazos y jadeante el pecho, parecía viva alegoría de la Naturaleza bajo el sereno cielo de la tarde. Al
fin, después de fatigas, trepando agarrado a las matas de romero, y
a las grietas de la piedra, llegué a la cumbre y me senté junto a ella.
Al final de la pendiente, se deslizaba un limpio
arroyo, en sus márgenes álamos, espadañas, lirios y mil
flores silvestres de variado color. Entre los árboles se divisaban
blancos caseríos rodeados de huertas... era tan plácida la belleza
del paisaje, que súbitamente me sentí poseído de melancolía y la miré ensimismado, mientras ella me
nombraba poblados, aldeas y escondites diversos de la sierra, con
pintorescas descripciones y detalles saladísimos, señalándomelos
en la verde lejanía con sus dedos de rosa mate. Sucedía con
frecuencia que al extender el brazo ante mí, recorriendo el
horizonte, rozaba su fina piel, produciéndome un delicioso temblor.
Una vez me atreví a besarle una mano, y ella, riendo, me sacudió un
blando bofetón. Se arrepintió al instante y me preguntó muy
humilde si me había hecho daño. Miré fijamente sus azulados ojos
susurrando que no, y luego quedamos en silencio.
Reinaba una suave
calma. Un viento pegajoso, agitaba su suelto cabello.
Recostada en una encina, jugaba con la cruz que pendía
de su cuello y me miraba de soslayo, suspirando. De repente cambió su alegría por tristeza
y abatimiento. El picaro beso bien podía ser la causa; pero por otra
parte mi audacia fue un acto inocente, para ser tenido en cuenta, no
acertaba a explicarme su actitud. Poco a poco me fui acercando hasta
tomar una de sus manos, aprisionándola entre las mías, y dominado
por un apasionamiento místico, todo dulzura y pureza, hablé así:
"Oye, ¿te ofendió el beso? Te Juro que te lo di con
picardía. Fué cosa involuntaria...¡es que eres tan bonita! el
piropo produjo efecto inesperado. Sus azulados ojos se humedecieron,
contemplándome con honda largura, y al cabo empezó a llorar,
lagrimeo manso, como rocío en noche de invierno. Me hallaba
intranquilo y turbado. Sin duda había por el dolor de la moza, drama
de lo más terrible, que hasta entonces dormía desconocido, la
despertó de pronto mi insignificante caricia. ella seguía con la
vista baja y yo reanudé mi charla cerca de su oído, sobre los rizos
de la sien. ¡Dime qué te ocurre, sincérate conmigo; pálida y sin
aliento, que se me antojó que iba a morir. Instintivamente le apreté
las manos.
Cuando se recobró me miró con extraña sonrisa que me
produjo un escalofrío. Se levantó y fué a sentarse al borde del
talud. Allí la seguí, atraído por su dolor y por aquella su
casta hermosura a la cual su pesadumbre le daba un nuevo encanto
atrayente y fascinador, y me senté a su lado, dispuesto a saber el
secreto de sus penas. Miraba al valle con gesto meditabundo,
suspiraba de rato en rato y se limpiaba los ojos con su bonita mano.
Tenía un angelical aspecto y el paisaje, en aquella hora de austera
poesía, daba a su figura marco apropiado, destacándose sugestiva sobre el verdor húmedo del peñón con su traje de
colores alegres, rubio cabello y llorosas pupilas. Así, no acertaba
yo a continuar la charla, conteniéndome su silencio.
Tras de muchos
ensayos mentales comencé; ¡por favor te pido me digas que te sucede,
que yo te consolaré como pueda!... Ya sabes que te quiero... Era
verdad. Aquella proximidad íntima, en la soledad de la montaña,
empezó a favorecer en mí el brote de un cariño piadoso, algo de
fuego inocente al calor de su busto, lleno de fragancia virginal.
Pasé una mano por su talle y besé respetuosamente sus cabellos de
oro. Ella parecía no hacerme caso y se mostraba indiferente a mis
halagos; de pronto volvió a mí los ojos, colocó una mano sobre las
mías y me dijo con voz que parecía un rumor: ¿Quieres saberlo?.,
¿para qué? te has de reír cuando te lo cuente. Pues me sucede que te quiero mucho, tanto, que mi cariño se ha convertido en dolor...,
una angustia constante que me abrasa y me pudre... Me miró muy
grave, ¡ hice una promesa ante la virgen, que no me acercaría a un
hombre!. Aquí hizo una pausa. Se había ido velando su voz hasta
terminar en un gemido, y quedó en silencio, mirándome con el fulgor de sus ojos, inmóviles en muda interrogación. Yo estaba
inquieto y giraban en mi mente extrañas ideas de amor y piedad...,
un deseo incipiente de anular aquella promesa. Se enjugó los ojos y
empezamos a bajar. El sol se había escondido, dejando en su lugar
una aureola de púrpura con ligeros celajes. Se advertía el silencio
del crepúscuIo..., un lento adormecerse de la naturaleza en la
penumbra de la tarde, que apagaba su luz bajo el suave temblor de las
primeras estrellas. Caminábamos silenciosos... Al bajar del monte,
ella, transfigurada de dolor, parecía la misma Virgen. A medida que
nos acercábamos al pueblo, notaba yo en su rostro lividez mortal.
Tropezó en una piedra y tuve que sostenerla para que no cayese.
Estaba fría. Me estrechó cariñosaínente la mano y siguió
adelante, arrimada a mí como si temiese caer. Por segunda vez osciló
su cuerpo al saltar una zanja y mis brazos la recibieron. La noche
avanzaba. Detrás de nosotros parecía la sierra un coloso tendido. A
la derecha varias luces indicaban la presencia del lugar. Se agarró
a mí cintura y recostó la cabeza en mí hombro.
Poco faltaba ya
para entrar en el pueblo, cuando se deslizó suavemente sentándose a
mis pies. No podía andar más. La ahogaba la angustia. Me
rogó que bajase por agua al torrente y accedí. La bajada era
peligrosa, entre rocas escurridizas cuya forma borraba la obscuridad.
Ella me guiaba con apagada voz. Llegué al fondo. Una nube de espuma
me envolvía, tronando en mis oídos el ruido del agua como una
música sin ritmo. De pronto vi en lo alto su figura que se levantaba
y movía una mano con ademán de despedida y luego se precipitó en
la sombra del barranco. Sentí cerca un ruido sordo y corrí a riesgo
de estrellarme contra las rocas que bordeaban el torrente. Buscando a
tientas, la hallé al pie de un zarzal, destrozada ya, agonizante. La
cogí entre los brazos... Con gran trabajo, agarrándose tiernamente
a mi cuello, me habló así: - Ya ves... Esto es lo mejor...Y murió.
Era noche completa. En el horizonte se había apagado el último
fulgor. El cielo estaba claro y las estrellas alumbraban con inquieta
y viva luz. El torrente proseguía su ruidosa marcha, deshaciendo sus
ondas en vellones de rizada espuma...
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