domingo, 24 de marzo de 2024

Sonaba el teléfono



Un domingo de marzo, a eso de las tres de la tarde, recibí una llamada de Ángel. Mientras me dirigía hacia el teléfono, ya que cuando empezó a sonar me estaba preparando un café en la cocina, iba pensando «Como es domingo, por la hora debe ser Ángel». Y era él, desde luego. Es verdad que Ángel tenía la costumbre de llamarme ciertos domingos, una vez por mes o cada cinco o seis semanas y que yo, hacía más o menos lo mismo, con una periodicidad semejante, así que hablabamos por teléfono quince o veinte veces por año. Al principio o al final de la conversación, el estado del tiempo siempre ocupaba treinta segundos, un minuto, o más incluso si algún fenómeno meteorológico merecía un comentario. El resto eran chismes, noticias política o comentarios de actualidad, frases ingeniosas, bromas, y, de tanto en tanto, hasta discusiones literarias o filosóficas. Esa tarde de marzo, Ángel pretendía estar en el jardín, a la sombra de un toldo, donde corría un aire fresquito según él, frescura de una tarde de primavera: cielo azul, ni una sola nube hasta el horizonte, sol bastante alto ya pero todavía soportable. ¿Y a que no sabía qué estaba haciendo? Mil contra uno que ángel no adivinaba; ni más ni menos que disponiéndome a encender el fuego y a tirar un pedazo de carne sobre la parrilla. Pero de momento, me había puesto bajo el toldo para protegerme y refrescarme un poco, que había estado tomando sol, desnudo como es mi costumbre, desde las nueve y media. ángel me escuchaba con una sonrisa escéptica y complacida a la vez, parado todavía en su jardín, mirando más allá de los vidrios de la ventana, sin ver a decir verdad ni los árboles desnudos ni las fachadas parduzcas de los edificios de enfrente. Desde que conozco a Ángel, algo más de cuarenta años, algo de credibilidad mantiene  ante muchas de mis afirmaciones, a pesar de la forma irónica y  directa, que tengo de expresarme, ejerzo ya sin darme cuenta un estilo con un rasgo común al de Ángel. Pero por más que dude, la fuerza de las palabras, aun llegando desde el teléfono, obtiene el efecto buscado, ya que, mezclándose el escepticismo, su imaginación, crea una imagen placentera. El toldo de lona verde que le proteje del sol, imprime sobre las baldosas rojas de la terraza una sombra benévola, y secándose su propio sudor con aire fresco, con un vaso de agua en una mano, el teléfono contra el oído y la mirada sonriente y vivaz paseándose a su alrededor mientras habla. El tono de su voz expresaba más jovialidad que de costumbre, una novedad sensacional había motivado esta vez la llamada: hurgando en internet, había encontrado un documento revelador, mi poemario. 

J. Plou

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