lunes, 10 de agosto de 2020

EL TORMENTO DE LOS CELOS

 

Quisiera filosofar sobre esta horrible condenación humana, de una manera analítica y profunda, pero voy a limitarme a relatar una verdadera historia, mejor dicho, una pesadilla de amor, que aunque tenga poca originalidad me quedará al menos la satisfacción de haber cooperado a la lucha que todos los que amamos con alegría habríamos de mantener firme y abierta contra el fantasma de los celos. Quizás no se pueda hablar de algo cómicamente triste y desesperante como no sea de un matrimonio muy ciego, muy amante y además desconfiado hasta la insensatez. Pronto se descubre en la más mínima de sus conversaciones como en el más insignificante de sus actos la negra interrogación que amarga todos los días de su vida; en una palabra, se acaba por aceptar que los condenados a este infierno moral se empeñan en ser sus propios verdugos. Muy cerca de mi casa, en el piso de enfrente, vive un matrimonio que llevaban dos años casados, estában pasionalmente enamorados que si el anda pegado a las faldas de su mujer, justo será imaginar que ella está unida al marido como verdadera esposa. Los dos celosos, vehementes, de imaginación exaltada, basan toda la grandeza del amor en someter su alma a un desbordamiento constante de exageraciones, dudas y deseos. Los dos gustan de adivinarse el más Ínfimo y vago de sus pensamientos, adelantarse a la respuesta de una pregunta que no ha sido formulada siquiera y mantener el fuego de su pasión de novios, como si sospechasen que toda depresión, indicaría el enfriamiento de su alma. Todo esto deduzco de lo que he venido observando casualmente durante los seis meses que viven al lado de mi casa; deplorable desconocimiento de la vida y del amor, ya que a pesar de tratarse de dos seres enamorados, buenos y cariñosos, les ha conducido a los tormentos de un drama semi-cómico para mí y trágico para ellos, puesto que están sufriendo sus desagradables resultados pasando por una serie de tristes escenas que referiré para llegar a la conclusión filosófica de mi relato. Se me puede tachar de entrometido o curioso hasta el extremo de husmear los secretos del prójimo, pero no puedo evitar enterarme de sus discusiones; el constructor de la pared que divide su casa y la mía debía ser adorador de la acústica, por lo que confió las intimidades de los vecinos a un tabique exageradamente delgado. Confieso no me resulta incómodo, este caso, porque los escritores no debemos desperdiciar lo que de una manera u otra la naturaleza nos descubre.

Hablaba ella:

Pero ¿que tienes?.. Dime, ¿es posible que me ocultes algo?.. ¿Te he ofendido en algo?.. —No, si... —¡Rehuyes mis preguntas.'.. Sin embargo, antes te complacías en adivinar mis deseos... ¡Te apartas de mí!.. Tus besos no son los mismos... El eco enmudeció, y este silencio que yo no esperaba me pareció tan doloroso, que poca fantasía necesité para creer que ella lloraba. —¡No seas así, mujer:., Si te amo a ti, a ti sola!.. —¿A mí sola?.. —Y pues, ¿dudas de mi?.. ;A ti sola, que eres todo mi deseo, mi felicidad, mi dolor, mi todo!,. —¿Tu dolor?.. Me acordaré toda mi vida; tu dolor!.. ¿Acaso te molesto?.. ¡Ah, cómo cambiáis los hombres!.. —¡Pero mujer!.. —No; si lo venía observando!.. ¡Si lo has dicho tu mismo!.. ¡Oh, Dios mío, Oios mío!.. Un violento portazo retumbó en toda la casa. Quise oír más, pero fué inutil. El dulce encanto en que adormecían sus almas se había roto. Después, nada; un intoleralde silencio... La indiscreta pared, como si fuese capaz de arrepentirse, se entregó a un mutismo desesperante, lo mismo que si se burlara de mi natural deseo de averiguar lo que pasaba; entonces estuve a punto de retirarme, pero otro portazo me sumió en un mundo de conjeturas. Indudablemente que lo había dado él. Era una puerta que nunca había traspasado los límites de cerrándose con la mayor suavidad, de manera que entonces me descubría el estado de nervios de los dos cónyuges, y deduje que el marido no debía andar en busca de su mujer para hacer las paces, porque cuando los nervios toman parte en cuestiones de esta índole, acostumbran a ser muy malos consejeros. El disgusto tomó un aspecto más grave de lo que yo suponía. Él salió de su casa. Le dije a mi mujer que iba a comprar tabaco y eché a andar tras mi vecino. Demostraba una serenidad que a mí no me convencía. Hubo un momento en que adiviné que estaba por volverse, pero el amor propio no se lo permitió y emprendió una loca carrera que me costó gran trabajo seguir. Sentí en mi alma una gran compasión: se hundían en un abismo del que es muy difícil salir, y cuando él, cansado de rondar por las calles hecho un fantasma, dejó caer su cuerpo en una de las sillas de la terraza de un bar, me acerqué a su mesa con ía buena intención de darle algunos consejos. Intimábamos poco, pero éramos lo suficiente conocidos para poder hablar largo sobre cualquier asunto. Desvié, pues, la conversación hacia mi objeto de una manera algo violenta. Le pregunté si hahía leído «El martirio de los celos; tres actos como tres pesadillas dantescas para acabar inmoralmente: un hombre que sucumbe a la ofuscación de unos celos atroces encerrando a su mujer en una csas. Me repremdió y sostuvo con un calor, que me dió frío, que el protagonista del drama obraba muy cuerdamente. Me arriesgué a recordarle, que el marido no tenía ninguna prueba contra su esposa y que únicamente consumó su crimen por la horrible manía que le atormentaba siempre. No nos entendimos. Era algo tarde y me levanté seguro de que marcharíamos hacia nuestro domicilio. Se excusó y dijo que asistía con unos amigos a una despedida de soltero. Cuando me dirigía a la puerta me llamó escribió algo, que introdujo en un sobre y me pidió que mi esposa se lo entregase a su mujer. Desde aquella noche estoy convencido de que a menudo los grandes males .son precursores de los más grandes remedios. Estaba esperando en el comedora que mi mujer volviese de cumplir el encargo de nuestro vecino. Una multitud de noticias pasaban rápidamente por mi cerebro: los siete pecados capitales babeaban entre líneas, relatos y refinamientos de almas superiores; la desgracia y la alegría, el sarcasmo y la adulación braceando y gesticulando en la inmovilidad de las letras de molde. Había en el periódico unos caracteres muy grandes y negros que decían: El crimen de anoche. No quise saber nada; me hallaba molesto, se me figuró que el diablo de los celos reía entre líneas, y me estremecí. Oí el ruido de algo que cae. luego un grito que arrancó otro grito de una garganta muy conocida para mí. Llamaron desaforadamente a la puerta y entró mi mujer pálida; —;Ven!.. ¡Ven!., que la vecina.., Desapareció sobre sus pasos. Quedé sorprendido como si se tratara de una alucinación; sin embargo, me repuse pronto y corrí a la casa de mis vecinos sospechando lo que había pasado. Sufría un ataque nervioso. Fui inmediatamente a avisar al médico; y como mi parecer fuese de que el remedio no consistía en una droga más ó menos sabiamente administrada, me encaminé de nuevo al bar. Abordé la cuestión sin rodeos hablándole rudamente. No me contestó una palabra siquiera, estaba pálido, vencido; se le había desplomado encima todo un porvenir de desdichas; pero cuando le hice entrever el gravísimo estado en que dejé a su mujer, se levantó de la mesa, y sin saludar casi a sus amigos, salimos del establecimiento.

¡Soy un insensato.. ¿Verdad, verdad que soy un monstruo?.. Quise calmarle inútilmente. Se paró en medio de la calle y me preguntó sin saber lo que decía: —¿Pero usted..., usted?.. ;He dudado de ella, de todo el mundo..., de mí mismo..,, de usted!.. No pude menos que reirme: no obstante, me repuse inmediatamente di ciéndole: —-Y es que usted no ha amado con serenidad... —¡No, no! Sólo recuerdo haberla amado de esta manera durante nuestras relaciones...; pues cuando la vida matrimonial nos lo dió todo, todo nos lo babiamos contado y repetido mil veces, cuando nuestros besos no eran delirantes porque ningún poder del mundo nos lo vedaba, entonces, ¡ah entonces!,., temí que nuestros corazones se enfriaban,.., redoblé mis caricias; llegué a imponerme el papel de galanteador... Pronto me convencí de que muchas de mis frases eran vacias, gastadas..., y poco más tarde descubrí que a mi esposa le pasaba otro tanto..., y entonces... ¡oh!., se presentó la duda, esa duda cruel que nos atormenta a los dos!.. Suspiró profundamente y guardó silencio. For fin llegamos. La puerta del cuarto, entornada, bien decía que pasaba algo anormal. En el comedor estaba mi esposa con el médico, ambos silenciosos y preocupados. Él se abalanzó hacia sus habitaciones. —¡Domínate hombre!.. Hay que tener mucho cuidado... Mi mujer, muy emocionada y en voz baja, me puso al corrier.te: —Delira. me ha mandado por hielo... Podría ser... Él se sentó muy cerca de la puerta sumamente afectado. El médico se acercó a nosotros: —Amenaza una congestión,.. Él tuvo un arranque y nos cogió desprevenidos. —¿Van a despojarme ustedes de mis derechos?.. ¡Cariño!.. ¡Cariño!.. ¡Oh:., ¡Se habrá muerto!.. Y corrió hacia las habitaciones. Ella volvió en sí y los dos se fundieron en un beso infinito, donde todo rencor celoso desaparecía. Tuvimos que separarlos. El médico le indicó que si no dejaba sola a la enferma, él se marcharía inmediatamente. Entonces él se dejó conducir al comedor. Su mujer deliraba; en las tinieblas de la alcoba relataba toda la pesadilla de su amor. Al cabo de un rato se entregó al silencio, y el sueño reparador cerró aquellos ojos que habían llorado tanto. Salió el médico y anunció que el peligro había pasado, Él , de codos sobre la mesa y la cabeza oculta entre sus manos, decía: —¡Cuan inutilmente hemos sufrido!..


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