En medio de tensiones sociales, crisis y guerras, apareció en 1347 la más letal epidemia que conocería el Medievo, la peste negra, que dejaría un rastro inaudito de muerte y miseria. “Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos”, “parecía como si hubiese habido una batalla entre dos reyes, y el más poderoso y con mayor ejército hubiera sido derrotado y la mayoría de sus gentes asesinadas”. En torno a 48 millones de personas habrían muerto directa o indirectamente, ya fuera por contagio, por abandono –en el caso de ancianos y niños– o por falta de recursos básicos.
El primer impacto de la peste fue, por tanto, demográfico. Las vidas que se llevó en solo siete años tardarían dos siglos en recuperarse, mientras que los supervivientes se reorganizarían de un modo distinto. Durante los años de epidemia, la población rural se había desplazado a las ciudades en busca de alimento y compañía, y, dado el amplio número de vacantes que dejó la peste, ya no tendría que regresar. El campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba, impulsada por la concentración de fortunas que siguió a la elevada mortandad. La vieja aristocracia rural, acostumbrada a vivir holgadamente de las rentas, se encontró con dos posibilidades: arrendar sus tierras a precios más bajos o explotarlas directamente, contratando a agricultores y pagándoles salarios cada vez más altos. El poder señorial perdía, por tanto, parte de su capacidad adquisitiva, mientras que los jornaleros, repentinamente valiosos debido a su escasez, veían aumentar su bienestar.
El crecimiento de las fortunas urbanas lleva a muchos burgueses enriquecidos a invertir importantes sumas en el campo. La pasividad de la nobleza durante la etapa feudal había mermado mucho la productividad de la tierra, y la aparición de estos agentes supondrá una revitalización de la agricultura, al introducir nuevos métodos y perseguir objetivos de rentabilidad. Los jornaleros comprenderán enseguida que los burgueses –algunos con títulos recién adquiridos– no serán más amables ni menos exigentes que los viejos señores. Sin embargo, los criterios de racionalidad harán que el trabajo agrícola se vuelva cada vez más inteligente y sistemático, y generarán un ciclo alcista que repercutirá en todos los sectores.
Mientras el campo crece, en las ciudades se da un fenómeno parecido. Las luchas sociales permiten que la burguesía acapare mayores cotas de poder, y la acumulación de capitales abre una nueva etapa para el emprendimiento, aunque esta vez con una aproximación más lógica, casi científica, para evitar los errores del pasado. “Que antes hubiera grandes hombres de negocios no puede ponerse en duda, pero es ahora cuando –probablemente como consecuencia de las dificultades, de las complicaciones, de la debilitación de la vida comercial– empiezan a introducirse en la técnica de los negocios algunas ideas normativas: sentido laico del tiempo, sentido de la precisión y de la previsión, sentido de la seguridad”, explican los especialistas Alberto Tenenti y Ruggiero Romano.
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