Rompiendo la niebla, que, terca y obstinada, se cierra a nuestro paso y nos envuelve con el húmedo abrazo frígido, seguimos penosamente carretera adelante. A medida que ascendemos disminuye el espesor de la niebla, y ya cerca de Jaca, limpio el ambiente, acertamos a ver la diamantina lumbre de las innumerables estrellas, y nos baña el pálido plenilunio. Más allá de la hospitalaria ciudad montañesa, he aquí que nos adentramos por la famosa "Foz de Biniés". Desmontamos del auto y nos place caminar a pie, con el halago de una blanda temperatura, impropia del lugar y de la época. Bien merece la pena este paseo. Corre, en lo hondo, espumeante y rumoroso, el río Veral (subafluente del Aragón, que a su vez es afluente del río Ebro). La pugna milenaria de sus aguas con la roca granítica fue abriéndose paso, día tras día, con el ímpetu del que, a pesar de todo, se siente acicateado por la prisa del impulso andarino. Cavó su lecho el rio en la angostura. A ambos lados, las moles gigantescas de la ingente montaña, y en la ladera, cortada a pico, la atrevida cornisa por donde se tiende la carretera, remontando el curso de las aguas. En la callada soledad, llena de misterio; en el centro de un paisaje abrumador, bajo el sortilegio de esta luz fantasmal de la luna, más pálida y más blanca por el reflejo helado de la nieve perpetua de los ventisqueros, se apoca el ánimo más bravo, y una honda, sensación de pequeñez, de condición transeúnte, efímera, mortal, se enseñorea de las almas y mueve a íntimo recogimiento y a ternura devota y pueril..., Que ante tanta grandeza parece como si nos volvieran los días de la infancia y nos viéramos necesitados, como nunca, de una protección sobrehumana...
La villa de Ansó parece una supervivencia medieval. La arquitectura de los edificios, los arcos de las puertas, los escudos de piedra, de minuciosa talla y retorcidos adornos; la traza, estrecha y ondulante, de las calles; el aire sosegado de las cosas; el porte hidalgo, el lento andar, el ademán señorial de las gentes; las alteraciones de la voz y los giros del habla, de decir sentencioso; la hospitalidad, abierta y generosa, la seriedad de las costumbres, y sobre todo ello, lo típico de la indumentaria y parece guardar, bajo los pliegues, el alma vieja de los tiempos pasados... Todo ello hace de Ansó algo tan singular y tan extraño (amablemente extraño), que no es fácil de olvidar. Y sin embargo, pese a este gustillo de remanso, es lo cierto que los ansotanos tienen un espíritu vivo, despierto y vigilante, abierto a todas las mudanzas del tiempo y de las gentes, ávido de saber, inquieto de apetencias curiosas y hábil para llevar a aquel ambiente y acomodar en él, sin que desentonen ni rompan la armonía, todos los adelantos de la agricultura, todos los progresos de la industria y del comercio, y todos los inventos con que el trabajo de los sabios y la ciencia acumulada de los siglos han acertado a mejorar la vida.
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