lunes, 22 de octubre de 2018

El fin de las cadenas


En Esparta, como en Atenas, como en Roma, como en todas las ciudades del Viejo y el Nuevo Mundo, consideraron al trabajador como esclavo, como vil, como ilota y como paria. Aquellos espartanos, que se preciaban de ser los primeros republicanos, los escarnecían, los despreciaban. Para todos existían leyes, menos para ellos.
Los llevaban a la guerra para luchar contra los extranjeros, y cuando les proporcionaban, por su valor y su energía , por el deseo de ser libres , el triunfo sobre sus contrarios, el premio que encontraban , la recompensa que le otorgaban era el asesinato. Los invitaban a banquetes para celebrar su triunfo y su emancipación, y allí el último de los manjares era el pérfido puñal de sus iracundos señores. El trabajo era una vileza sólo destinado al esclavo. El hombre libre no se ocupaba sino de la guerra y de consumir los productos que los esclavos le proporcionaban. La holganza era el mayor título de nobleza de aquellos oligárquicos republicanos. Pero la crueldad, la infamia no estaba limitada solamente a la despótica Esparta. En Atenas, a quien las artes y la industria dieron en la antigüedad renombre, no era ciertamente menos tiránica que Esparta. 300.000 esclavos, privados de todo derecho , aniquilados, explotados, y de los cuales podían hacer sus señores cuanto quisieran, incluso privarles de la existencia, eran los trofeos de aquella República, que presumía de ser la iniciadora de las tablas de la ley, del derecho, de la justicia y de la democracia.
Y no obstante, todo esto es un pálido reflejo, comparado con lo que sucedía en Roma. La iniquidad más refinada no puede inventar mayores crueldades ni mayores infamias. Cuesta inmenso trabajo creer que hubiera seres tan envilecidos, tan degradados que gozasen en arrojar a sus semejantes a los estanques para que fueran devorados por los peces que después habían de servirles a la mesa; que comprasen esclavos para arrojárselos a las fieras del Circo, a fin de distraer sus ocios , o que los convirtieran en combustible para iluminar sus jardines.
¡Qué crueles lecciones presenta la historia de todos los tiempos! Es necesario que ella lo acredite , que lo testifique con hechos para poder adquirir el convencimiento de que tales actos de barbarie y salvajismo han podido tener lugar y ser tolerados en sociedades reputadas como cultas. Pues bien hasta hoy el obrero ha sido el yunque sobre el cual han descargado todas las clases el martillo. Hasta hoy hemos sido el pedestal sobre el cual se han elevado todas las tiranías para tenernos oprimidos. Hasta hoy hemos luchado por todas las causas que hemos creído justas, y cien veces vencedores, pero, en definitiva, fuimos los vencidos. Cuando después de la lucha volvimos al taller, lo encontramos en iguales o peores condiciones que antes de la lucha. La libertad nos ha contado como sus más fieles adeptos, la democracia como sus más devotos hijos, y la República nos ha costado ríos de sangre y la pérdida de los más preciados hijos del trabajo.
Sin embargo de esto, puede decirse que nos encontramos al principio de la partida. La cadena con que se nos oprimía la hemos roto, a fuerza de titánicas luchas, los eslabones del siervo y el esclavo. Sólo uno nos falta romper, que no es menos humillante y vergonzoso: el del salario y unas pensiones dignas. Rompámosle. Un último esfuerzo, y nuestra obra se ha realizado. Un último esfuerzo y cesan de una vez para siempre ia miseria, la ignorancia, la esclavitud. Y para esto no es necesario derramar más sangre , no es menester lucha fratricida. Basta y sobra con que todos los que del trabajo vivimos nos agrupemos y trabajemos sin tregua ni descanso hasta ver implantado el imperio de la Justicia, de la Verdad y de la Moral, símbolo de nuestra redención y de la redención de la humanidad.

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